En St Mary’s, donde el viento nunca sopla del todo a favor y los focos parecen a ratos desear iluminar solo el drama, el Real Madrid Castilla vivió la crónica, tan blanca como cruel, de una noche que ya se escribe en las antologías del Southampton FC.
El Castilla quería mandar y mandó. La orquesta de Arbeloa, afinada y vertical, se instaló en el césped con el descaro que ofrece la historia y una plantilla que cuando combina huele a Bernabéu aunque suene a academia. Los primeros compases, sin embargo, rápido se tiñeron de incertidumbre: Fortea, el lateral que parece tener en los pies las rutas del Windsor, se fue al suelo en el cinco, tocado en el tobillo, y la sinfonía blanca perdió un músico cuando el partido aún debía probarse el traje. Manu Serrano tomó el relevo en el carril y Diego Aguado, a pierna cambiada, se vistió de comodín. El fútbol, ya ves.
Del otro lado, Southampton, que en el papel merecía respeto, empezó a asustar más por la contundencia de sus transiciones y la verticalidad de Oyekunle, que por cualquier artefacto de laboratorio. Los locales se crecieron a balón parado, fieles a la receta inglesa, y pusieron a prueba al meta Mestre en varias emboscadas que el portero sorteó con la elegancia de quien sabe que la portería es patria y refugio.
Y sin embargo, la película era del Castilla.
Porque Mesonero, ese medio que regresa como los héroes de guerra, se puso a distribuir juego con la precisión de un relojero suizo. Yáñez rompía líneas con su electricidad de banda y Bruno Iglesias, en el medio, marcaba el tempo con esa mezcla de instinto y rebeldía. El dominio blanco era tan evidente como la falta de recompensa. Hasta que, hacia el 77, apareció Thiago Pitarch tras jugada coral y, desde la frontal, tiró un disparo seco y ajustado al palo. Un gol de manual y de paciencia.
La narración de partido lo dicta el corazón, pero el fútbol lo decide la cabeza. El Castilla no mató el partido a pesar de que estuvo sobre la puerta de Bazunu como un poema de Neruda, insistente, profundo. Leiva y Palacios tuvieron ocasiones de aumentar la cuenta, pero la red del Southampton resistía cada intentona como la escollera que aguanta el envite blanco.
El descuento, ese territorio hostil
Si algo enseña el fútbol inglés es que todo descuento es territorio hostil. Los blancos llegaban al añadido manejando el balón y el destino, pero el Southampton, llevado por la épica y la desesperación, subió a su portero a rematar un córner en el minuto 94. Por un instante, St Mary’s fue un teatro clásico: salto del meta, cabezazo violento, parada heroica de Mestre y, ahí, el destino haciendo de las suyas. El rebote muerto, Okunola lo empujó a placer. El empate, el suspiro final, y la lección aprendida a zancadas: hasta el pitido final, todo es partido.
La ficha habla de amarillas para Mesonero, Yáñez, Aguado y Manuel Ángel, de lesiones que cortan ritmos y de una competición en la que solo los dos primeros de grupo se clasifican. El Castilla tendrá que viajar a Goodison Park y al Etihad para reclamar un sitio en los cuartos, pero en Southampton dejó algo más que puntos: dejó fútbol, carácter y, sobre todo, esa hondura de quien sabe que el objetivo no es solo pasar, sino aprender a levantarse después de cada esquina y cada rebote.
Arbeloa lamentó en silencio, los chicos miraban al césped buscando respuestas en los surcos, mientras los ingleses festejaban el empate como si el fútbol les hubiese regalado un pequeño milagro. Así es esto. A veces, es una jugada en el descuento; otras, la crónica de un equipo que supo mandar y ofrecerse entero a un partido que dolió más de lo que mereció.
En St Mary’s, al final, solo quedó la certeza de que el Castilla no solo juega para sumar puntos, sino para recordar que el fútbol es, siempre, el arte de vivir en el alambre y mirar de frente al drama cuando se presenta sin avisar.