
En la víspera del Día de la Hispanidad, en una Madrid que intuye otoño y que ya huele a bandera, la Casa de América fue escenario de una de esas celebraciones que sólo pueden ocurrir en una ciudad de memoria incesante y pasión compartida. Convocaba la asociación Los 50 bajo el sugestivo título de “Iberoamérica y el Atleti”, reunía leyendas colchoneras arribadas desde el otro lado del charco y, de fondo, el Atlético se debatía en un amistoso lejano frente al Inter, como quien mira al pasado y al futuro en una misma tarde.
El anfiteatro Gabriela Mistral llenó como pocas noches a las 19.03, entre saludos, palmas y cánticos, porque Madrid se sabe anfitriona cuando es el Atleti quien invita. Tres exjugadores sudamericanos, de esos que escribieron renglones en la historia del club, respondían al llamado: Diego Godín, Rubén Cano y Donato. Al festival de acentos se sumaban Óscar Mayo, en representación del club, y el alcalde Almeida, que nunca pierde ocasión de ratificar que la política y el fútbol son provincias hermanas en la capital.
La ceremonia iba, claro, mucho más allá de la memorabilia y la nostalgia. Juan Pedro Valentín abría el fuego y enseguida, como si fueran los indios de la pradera, Petón y Jorge Lera traían sobre la mesa ese apodo que en los setenta servía de aguijón y que acabó como estandarte de orgullo. Porque el Atleti, decía Lera, empezó a ser “indio” por la riada de sudamericanos que llegaron en oleadas, y porque el desprecio sólo es eficaz si el destinatario se lo cree. Cuando Cano lamentó que ese mote lo siguiera a la selección nacional, el eco era inevitable: la historia a veces se repite, pero ellos la convirtieron en medalla.
Donato evocó el cálido recibimiento del vestuario tras aterrizar desde Brasil, como quien encuentra cobijo en medio de una tormenta.
Como buen jefe de la defensa, Godín insistía: el Atleti no es sólo historia, es presente y futuro. Que lo importante era no perder nunca la esencia, esa humildad, ese sentido de pertenencia en una época en que los clubes parecen más multinacionales que equipos. “Después de todo lo que ha crecido el club, hay que cuidar nuestras raíces”, sentenció.
El argumento, repetido como letanía en las conversaciones del acto, era claro: el Atleti es Iberoamérica porque sus colores los han defendido más de 120 jugadores llegados de allá desde el primer pionero, José Alberto Valdivieso en 1947, hasta el último fichaje de Nico González. No hay club español con semejante vínculo, y el dato, más que estadístico, es emocional. Porque este club se hizo grande a base de piernas, corazón y acentos distintos, pero una sola camiseta.
Rubén Cano, hombre de verbo lúcido y memoria de la grada, dejó caer una frase con aroma de confesión y pólvora: “Siempre estuvieron ayudados (el Real Madrid)”. Una sentencia que, en boca de Cano, suena a verdad de los viejos tiempos y a travesura periodística: el Atleti ha tenido que pelear cada rincón de gloria con uñas y dientes, mientras otros, dice él, encontraban caminos más despejados. Así lo refleja también en esa entrevista rescatada, donde su etapa como jugador y director deportivo se recorre desde el orgullo hasta la frustración institucional de fichajes que se escapan por misteriosas maniobras de terceros. Cano, como los indios del Atleti, aprendió a convertir cada piedra en orgullo.
Diego Godín, por su parte, se exhibió como embajador natural del club, recordando que sigue siendo parte viva de la institución y ejemplo para los jóvenes que sueñan con vestir de rojiblanco. Defendió a capa y espada los valores del club, esos que no cotizan en bolsas: la humildad, el trabajo, la pertenencia. Y lanzó una advertencia a futuro: “No se pueden perder las raíces que nos hicieron grandes”.
La noche terminó en loor de multitudes, como corresponde a cualquier mitin rojiblanco. Lo que se celebró no fue sólo el vínculo indestructible entre el Atleti y Sudamérica, sino la certeza de que, en una época de mercadotecnia y globalización, todavía hay clubes que entienden la historia como piel y la camiseta como bandera. Porque el Atleti no es sólo un club ni sólo una afición: es una familia hecha de nombres, acentos y leyendas. Y por mucho que algunos hayan estado ayudados, otros seguirán haciendo historia porque nunca han olvidado quiénes son.