
En el Sánchez-Pizjuán se vivió este domingo una de esas jornadas que, por su desarrollo y significado, permanecen en la memoria colectiva mucho más allá de los noventa minutos reglamentarios. El Sevilla, con un fútbol vertical, intenso y absolutamente desacomplejado, goleó 4-1 a un Barcelona que se presentó como líder pero terminó marchándose sin respuestas, ni liderato y –quizá lo más preocupante– sin el convencimiento que parecía haber adquirido en semanas anteriores.
El partido se escribía a fuego lento desde el primer minuto, con una grada entregada y un Sevilla que interpretaba a la perfección la partitura marcada por Matías Almeyda. El rigor defensivo, la presión tras pérdida y la lectura de los espacios por parte de los locales pusieron en jaque el plan de Hansi Flick, que desde el arranque tuvo dificultades para hilvanar posesiones y para superar la primera línea de presión sevillista.
El primer gran golpe llegó en el minuto 13, con Alexis Sánchez transformando un penalti señalado por VAR tras una acción dudosa en el área. El gol, más allá de la ventaja en el marcador, significó una inyección de confianza para los de Almeyda y sembró dudas en una defensa azulgrana lastrada por la ausencia de Lamine Yamal y Raphinha. El Barcelona, aturdido, buscó respuestas en la figura de Lewandowski y, por momentos, en la creatividad de Pedri, pero se le notó incómodo y falto de colmillo.
El segundo tanto, obra de Isaac Romero en el 36, ratificó esa superioridad local y puso de relieve una de las señas de identidad de este Sevilla: su habilidad para explotar las bandas y para convertir cada transición en una amenaza real. El Barcelona lograba recortar distancias antes del descanso gracias a la calidad de Marcus Rashford, pero ese gol tenía más que ver con la contundencia de sus individuales que con el fluir colectivo de su juego.
Tras el intermedio, el partido pedía una reacción azulgrana que nunca llegó de forma sostenida. Aun así, Flick quemó naves en los cambios, con Christensen y Eric García, buscando una estructura más sólida en el medio campo y el despliegue de De Jong. Fueron minutos de dominio estéril, en los que las ocasiones de Roony Bardghji y Lewandowski –incluido un penalti fallado en el 76 que podría haber cambiado la inercia del encuentro– se estrellaban en la seguridad de Vlachodimos y en el muro sevillano que apenas concedía. El desenlace, lejos de cualquier incertidumbre, vino dictado por la solvencia local y la fragilidad gala. Carmona, en el 90, y Akor Adams, en el descuento, rubricaron la goleada y sumaron más euforia a la grada, donde la celebración tenía algo de justicia poética tras diez años sin vencer al Barcelona.
La estadística reflejaba la superioridad sevillana: 61% de posesión, 13 remates y el dominio en espacios clave. El Barcelona, por su parte, se marchó de Nervión sumido en dudas y en la obligación de replantear su hoja de ruta, especialmente en lo que refiere a la consistencia defensiva y la gestión emocional bajo presión. En suma, fue un partido que dejó mucho más que tres puntos: una declaración de intenciones por parte del Sevilla, la confirmación de que Almeyda ha dotado al equipo de un carácter propio y, por parte del Barça, la evidencia de que el camino hacia la regularidad y el liderazgo pasa, ineludiblemente, por aprender –y rápido– de tardes como esta.